Es viernes en Caracas. Su hijo se despide y el padre se persigna: "¿Qué voy a hacer?", pregunta. ¿Encerrarlos?".
Golpeada por la inseguridad, la noche venezolana ha perdido vigor pero sigue siendo Venezuela, donde el alma caribeña y la fiesta a flor de piel perviven.
Este empresario de 50 años habla con BBC Mundo desde su casa en El Hatillo, una acomodada zona residencial de la capital.
Accede a conversar, pero por motivos de seguridad prefiere que su nombre no salga publicado.
Su hija también salió este viernes. Le mandará un mensaje cuando ya esté junto a sus amigas.
Más que la escasez de alimentos o medicamentos, la falta de seguridad en Caracas -que tiene una de las tasas de homicidios más altas del mundo- es quizás donde los más pudientes sienten el deterioro de la situación del país.
Se vive con el miedo constante a que pase algo, pero no por ello se deja de vivir.
Decidido a seguir disfrutando, este empresario todavía frecuenta sus restaurantes preferidos y esta noche va a unos de los lugares más exclusivos del país: el Lagunita Country Club, un sitio donde la membresía puede alcanzar los US$100.000. Aunque no es socio, lo invitan sus amigos.
Hasta hace no mucho ganaba hasta US$30.000 al mes, pero ahora no llega a mil luego de que la producción de su compañía cayera un 90% en los últimos tiempos.
Dice que es resultado de las trabas impuestas desde el gobierno y a que prefirió hacer las cosas por derecha aunque se viera afectado. Mantiene su estilo de vida gracias a otros negocios en el exterior.
"¿Sabes por qué esto no termina de explotar?", me comenta un amigo suyo, whisky en mano, cerca de la pista de baile.
"Porque aún en esas colas la gente tiene esperanza… esperanza de llevarse algo de comida, el día que ni es esperanza quede, esto termina de reventar", agrega.
Este amigo, que durante años trabajó en la bolsa de valores y ahora disfruta coleccionando arte, admite que podría vivir en su casa en Miami pero dice que, pese a todo, quiere vivir en Venezuela.
Es una de varias personas, de distintos estratos, que creen que cuanto peor la situación, mejor: que "todo tiene que terminar de explotar para que empiece el largo camino de la reconstrucción".
Sin colas
El empresario es uno de ellos. Vive cómodo pero, consciente de la realidad del país. Dice que la situación es insostenible.
Aunque no sufre las casi cuatro horas y media diarias que en promedio pasa un venezolano para comprar algunos de los productos regulados por el gobierno, la crisis no le es ajena.
Como el resto de las personas de su nivel, adquiere la comida por otros medios.
Suele conseguir los alimentos a través de los empleados de su empresa, pero decidió dejar de comprarles cuando quisieron cobrar 40.000 bolívares (unos US$40 en el mercado negro) por 20 kilos de Harina PAN (harina de maíz precocido ingrediente básico de las arepas).
El kilo a precio regulado cuesta 19 bolívares.
Se considera de clase media alta y no un rico. "Me siento un pela bola (pobre) al lado de mis amigos", bromea.
Su hijo, de 19 años, cuenta que hace poco secuestraron a un conocido y cuando se supo en su círculo, un amigo llegó con US$70.000 en efectivo para pagar el rescate.
Otros tienen jets para viajes al exterior y avionetas para festejar un cumpleaños por el día en el archipiélago de Los Roques.
Hay una Venezuela que todavía vive así.
Una Venezuela donde los restaurantes de moda se siguen llenando, donde en las tiendas con productos importados hay cola para pagar. Donde una mujer compra un martes al mediodía unos lujosos aretes Swarovski en un centro comercial.
Una Venezuela donde los cumpleaños se siguen festejando con whisky 18 años, donde a una quinceañera le traen a los músicos J Balvin y Farruko para su fiesta y donde una señora celebra con amigas con un concierto privado de Luis Miguel.
Una clase especial
Pueden ser grandes empresarios, directores de compañías, profesionales exitosos y "boliburgueses", personas cercanas al chavismo que crearon su riqueza gracias al gobierno.
El que tiene acceso a dólares en Venezuela todavía vive cómodo, a diferencia de la muchos que apenas pueden sobrevivir.
Se calcula que esta clase pudiente representa el 16% de la población, un poco menos de 5 millones de personas.
Se dividen en un segmento A/B, que pasó de ser el 3,1% en 1999 al 1,3% este año, y el C, que era el 18,2% cuando Hugo Chávez llegó al poder y ahora es el 14,8%.
Es un grupo de la población que, históricamente, se ha acostumbrado a un elevado nivel de vida en un país petrolero.
"Desde los 80 nadie ahorra en bolívares, Venezuela ha estado sobrevaluada, ganábamos dólares a borbotones y ahora tienes ahorros relevantes en divisas, mucho más que cualquier otra clase media-alta de América Latina", explica Luis Vicente León, economista y director de la encuestadora Datanálisis.
Pese a que mantienen su nivel de vida, apunta que "están perdiendo capacidad de comprar y encareciendo de manera significativa su vida. Se reducen sus ahorros y sus ingresos, su flujo de caja se paró y están viviendo de lo que hicieron, no de lo que están haciendo".
La historia conocida
La otra cara del país, la más conocida, es la de quienes necesitan recorrer cinco tiendas o supermercados para hacer las compras.
La de las personas que hacen colas y colas. Allí esperan quienes no pueden -o no quieren- recurrir al mercado negro y a los "bachaqueros" que adquieren productos a precios regulados y los comercializan a un precio muy superior en el mercado paralelo.
En medio de la escasez de alimentos que atraviesa Venezuela, comida hay. Los más de 40 productos básicos que llevan 13 años con su precio regulado por el gobierno son los más difíciles de encontrar.
El resto se puede conseguir.
Entrar a un supermercado no es problema, a menos que sea para comprar uno de esos productos.
Se ven frutas y verduras en los puestos callejeros de Petare, un barrio popular en el este de Caracas, (aunque a veces la gente se resigna a seguir de largo por los precios). Y el azúcar o el café se venden en bolsitas de 100 gramos o menos a los que no les alcanza para un kilo.
Con una inflación del 180% en 2015 y que puede llegar al 720% este año según el Fondo Monetario Internacional, la inmensa mayoría de los venezolanos no tiene el dinero suficiente para adquirirlos.
El resultado: la gente se alimenta menos y peor. Las porciones son más chicas y a veces sólo se come una o dos veces al día.
"No entendíamos el sufrimiento de los pobres"
Una mujer de clase media-alta que vive junto a su familia en la zona residencial de Caurimare le explica a BBC Mundo que hasta hacía tres meses hacía alguna que otra cola para conseguir comida.
Dejó de hacerlo cuando la encargada del supermercado le advirtió que la cosa se había empezado a poner violenta.
Los productos mal que bien los consigue a través de contactos y en su celular tiene números de "bachaqueros", pero asegura que no los ha usado.
Su dieta ha variado un poco pero no es para alarmarse, dice, los alimentos se pueden sustituir. Donde sí hay preocupación es por la escasez de medicamentos.
Ahí las distinciones de clase se difuminan un poco.
"Tengo un seguro de salud en Estados Unidos pero no me voy a tomar un avión por una nimiedad, pero se puede complicar y la gente se muere por cosas que no debería morirse", explica.
Su marido es médico y no consigue los remedios para tratar la psoriasis que le afecta una mano.
Mientras tanto, al igual que el empresario, la inseguridad parece ser su mayor preocupación.
En su hogar cada vez hay menos salidas y más convivencia familiar pero dice que, pese a los riesgos, no quiere encerrar sus hijas. De noche sólo las saca en el auto blindado de su hermano.
El miedo está presente. Días atrás una amiga murió en un secuestro.
"Esto tiene que explotar pronto", afirma, pero tiene esperanza de cara al futuro.
Su hija, de 17 años, va todos los domingos a Petare a hacer tareas de apoyo escolar a niños de la zona.
"Nosotros, mi generación, no entendíamos el sufrimiento de los pobres", añade.
"Ahora, las nuevas generaciones, tienen otra consciencia sobre la realidad del país", y espera que sean ellas las encargadas de sacar a Venezuela adelante.
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